lunes, 15 de diciembre de 2008

Con los ojos cerrados

La vuelta a casa los domingos tiene ritmo de caravana y sabor a fútbol. No puedo ignorar todos los buenos momentos vividos estos días; momentos que se cuelan en mis sentidos en forma de miradas perdidas al horizonte, ligeros escalofríos y medias sonrisas. Al final siempre me puede la falta de sueño, apoyo la cabeza sobre la ventanilla y empiezo a soñar.

Y sueño que es un jueves especial, es puente y estoy más inquieto de lo normal. Mis ganas de llegar a Navatrasierra no me dejan estar más de dos minutos sentado en el sofá. Por fin escucho el sonido del motor del coche, pero lo cierto es que cada día que pasa me parece que mi destino está más lejos. Decido bajar la ventanilla, y un aroma atraviesa mi nariz, huele a jara, lo que es una buena noticia. Echo un vistazo a la carretera, donde las curvas son las protagonistas. Curvas que me dicen que no va a haber sitio para la tranquilidad y el sosiego y decido echar un envite al aburrimiento. La verdad es que no me atrevo a apostar más, y sólo porque tengo mucho que perder.

Las puertas del paraíso tienen el sonido de cerrojos con mil historias y cortinas de plástico barato. Y a la primera persona que veo allí es a mi abuela, pero también sé que desde las puertas del otro paraíso, el cielo, me saluda mi abuelo con la gracia más seria que pueda existir. Tras coger la maleta, me meto en casa y el frío se mete en mis huesos, recordándome que no hay calefacción; que de la ducha sale un pequeño chorro de agua templada; y que por las noches me voy a pelear contra un número importante de mantas, que siempre siguen la estrategia de irse al suelo. La verdad es que no me importa, y si me quejo es de vicio. Y sonrío.

Me falta tiempo para salir a buscar a mis compañeros de aventuras. Unos amigos que son como todo lo bueno en esta vida, simplemente únicos. Pero también el resto de personas de Navatresierra son, como se dice, buena gente. No puedo olvidar a todos aquellos que vieron obligados a ganarse el pan fuera de nuestras fronteras, en esos mundos que en su día eran más avanzados, pero también más oscuros y fríos. Tengo la certeza de que todos los días tienen un recuerdo para el sol español, y más concretamente para el naveño.

En Navatrasierra, los días y las noches, sobre todos éstas, duran menos que en otros sitios. Este pequeño pueblo es todo un gran mundo por descubrir. Pero dejaré las exploraciones para cuando tenga más tiempo. Ahora sólo quiero hacer lo mismo de siempre con la gente de siempre, porque al final siempre resulta ser algo nuevo. Salgo del bar, y me doy cuenta que las estrellas han robado el sitio a la luz. Para nada me importa.

Con la noche llegan la magia, las risas, los cantes, las palmas, las cajas flamencas y las guitarras españolas; ingredientes básicos para alimentarnos con cucharadas de rumbas. Soy joven, y quiero vivir ahora lo que no voy a poder vivir dentro de un tiempo. La gente dice que nos juntamos sólo para beber, pero lo cierto es que tener un vaso en la mano es la excusa para pasar las horas con aquellas personas a las que no veo durante semanas; personas a las que, hasta hoy, echaba de menos. El alcohol tiene consecuencias, como todo en esta vida.

El calendario me dice que el último día ha llegado, que vuelvo a mi vida de asfalto que es, por suerte, la base de mi pasado, de mi presente y de mi futuro. Me gusta el pueblo cuando rebosa vida, y me gusta menos cuando no se mueven ni las hojas de los árboles. Tampoco soy fan de las despedidas, pero he decidido dejarme caer allí donde mis amigos están. No nos decimos adiós, sino que hablamos de lo que vamos a hacer la próxima vez; y eso es lo mismo de siempre, pero me han convencido. La que sí se despide es mi abuela. No me gusta la imagen de verla cada segundo más pequeña mientras el coche sube la cuesta. Lo siento, prefiero no volver la vista atrás.

La vuelta a casa los domingos tiene ritmo de caravana y sabor a fútbol. No puedo ignorar todos los buenos momentos vividos estos días; momentos que se cuelan en mis sentidos en forma de miradas perdidas al horizonte, ligeros escalofríos y medias sonrisas. Al final siempre me puede la falta de sueño y apoyo la cabeza sobre la ventanilla y empiezo a soñar.

Al cabo de un rato abro los ojos y miro al coche de al lado. Allí veo a un hombre indignado, supongo que por la caravana. Seguramente también esté escuchando el fútbol, pero lo que no sabe el que el partido más importante se juega en el estadio de mi mente, donde se enfrentan el Sentimiento contra la Rutina. Ambos equipos buscan conquistar la copa de mis recuerdos. Yo soy aficionado del Sentimiento, que, un día más, juega como nunca y pierde como siempre.

Luis Valladares Garvín.Periódico Nuestra Nava. Nº5, agosto 2008.

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